No hay ningún sonido que nos persiga saliendo del estómago invisible de un ascensor porque aún no se han inventado, los raíles de todos los trenes del mundo duermen aún en las entrañas de donde un día serán llamados a la forja y el aire huele a ganado, cebollas y un estiércol que comparte el mismo espacio en donde los hombres se hermanan con las bestias. Los caminos más transitados son una composición de barros que se amasan con el paso de los hombres y los animales, y que dejan escrituras de charcos atrapados que conocen bien las aves. La nieve y el frío le ponen dureza a los caminos y el aire se llena de voces de mercado, de trabajo y harina. No hay música precocinada escapándose por los poros de plástico de ninguna criatura de silicio. Ya hemos dicho que aún hibernan esperando llenar el mundo de estallidos.
La gente no sabe que está viviendo en el barroco, y que dios no es una certeza. Nunca verán Casablanca, jugarán en un casino, harán un crucero o verán las imágenes de un tipo con un traje inflado pisando la luna. Los muros son de verdad y no sirven para colgar fotos porque ya hemos dicho que viven en el barroco aunque ellos no se saben habitantes de una época con este nombre.
Para poder comer algo de música no hay más remedio que hacerla de verdad, con las propias manos o en el horno y en ese mismo momento, sin posibilidad de aplazarla mediante armarios maravillosos que la retienen. Es imposible hallarla envuelta en sobres de colores, o encontrarla fugitiva desde la ventana del vecino. No cae desde el techo de unos grandes almacenes ni sale de la nada acompañando las palabras de un tipo que se muestra en la pantalla de cine. No está en la atmósfera de los aeropuertos, ni en las imágenes de los dentífricos.
En esos días, tener una charla con la música supone extraerla en ese mismo instante de las tripas domesticadas de la madera, de los metales doblados y torsionados a voluntad, de ingeniosos aparatos cruzados de cuerdas salidas de las profundidades de un cerdo, que enigmáticamente nos hace pensar que viajamos con un pozo en nosotros mismos que nos susurra la inmortalidad.
Y en mitad de este paisaje, hay una casa a 40 kilómetros de Lübeck, que es una ciudad en donde los días festivos toca el órgano Buxtehude, que es un tipo que tampoco se ha enterado de que habrá Hitler, coches, metro y además se ha perdido a los Beatles. No puede saberlo porque también él está metido en esto del barroco y cuando va a interpretar un concierto no le manda correos ni mensajes a sus conocidos.
En todo caso, Bach, que allí no le llamaban de ese modo, por la misma razón que mis amigos no me llaman García, se va a caminar esa distancia para ir a un concierto de órgano. Sabemos que va andando, pero ha pasado tanto tiempo desde entonces, que es difícil conocer los detalles porque no queda nadie a quien preguntarle. No sabemos qué calzado lleva para aguantar la caminata, si se ha puesto grasa de vaca en ellos para aguantar el frío, si lleva un pellejo de agua o va comiendo lo que tiene guardado en una saca. Tampoco si habla con algunos vecinos en el trayecto, si un cartero le acerca a caballo un trecho o si tiene una experiencia íntima de la que nunca le hablará a nadie. No sabemos si se aburre con su vida, cómo son sus desayunos, si es animado en la mesa o si le hubiese gustado leer a Vargas Llosa. Lo único que nos llega por el teléfono de la historia, además de sus obras, algunos esbozos de su vida y un retrato con peluca blanca de jurista isabelino, que fijará su figura para el futuro, es el chisme de que, para escuchar la música que tocaba Buxtehude, se recorre a pie 80 kilómetros .
Y ésa es la distancia que anda enredándome los pentagramas desde el momento en que me encontré con el órgano barroco de la basílica de San Miguel incrustado en el Madrid de los Austrías y rodeado por una iglesia que lo sostiene. Eso, y la sospecha de que los órganos barrocos no son más que un modo de viajar en el tiempo, de ponerle voz contemporánea a unos tubos que se las entendían con otra época y que recibían a los transeúntes de aquel mundo en una terminal que ha cambiado poco desde entonces, en realidad es la misma estación con idénticos raíles, retablos, figuras religiosas y arqueólogos de la fe.
Podría acomodarme a la idea de que no he cambiado de época si no fuese porque en mitad de los ensayos un público casual de turistas se deslizan asombrados por la nave de la basílica luciendo ropas descansadas y cámaras que digitalizan sus vivencias. La mayoría deben ignorar que la música que escuchan sin proponérselo no es más que el resultado de un viaje en el tiempo en el que un artefacto del pasado hace música con una voz del ahora mismo. Que se trate en este caso de la mía, me viste, por fin, del astronauta al que en la infancia siempre quise parecerme.
Recital canto y órgano. 2 de marzo de 2011. Basílica de San MIguel en Madrid. XXl Festival Arte Sacro de Madrid
El concierto
Recital de canto y órgano. XXl Festival de Arte Sacro de Madrid
Alfredo García, barítono
Silvia Márquez, órgano
Basílica de San Miguel en Madrid
¡Qué buen artículo! Al pobre casi le cuesta la boda con la antipática -al parecer- hijita de Buxtehude, y se ganó, eso sí, la reprimenda de sus superiores en Arnstadt… ¡Oh, cómo envidio a los que pudieron disfrutar de las improvisaciones al órgano del gran Bach, o de verlo dirigir sus cantatas en Leipzig!
Le envío mi blog, dedicado al coro que mejores versiones ha dado de la música vocal del genio de Eisenach. Espero que le guste. Gracias.
P:S.: naturalmente, accede a mi blog pinchando sobre mi nombre.
¡¡Qué gran sorpresa encontrar tu blog!!
No sólo cantas bien sino que, además, da gusto leer lo que escribes.
¡Me gusta!
Un abrazo.
Me alegra mucho verte por aquí y espero que la música nos haga coincidir de nuevo. Un abrazo!
¡Qué extraordinario texto! ¡Ovación cerrada, enhorabuena!
¿Cuándo seguirás escribiendo?
Vuelto de las américas, ¿no tendrás unos minutos para un nuevo relato poético de tus impresiones y andanzas?
No ejes de escribir, lo haces muy bien. Tanto como cantar.
Un abrazo.