En ocasiones padezco de arrebatos por el orden que pago con los objetos que se distribuyen por el salón de mi casa y que no terminan de encontrar acomodo. No sé si habéis tenido esta experiencia. Si, como yo, sois medio ordenados, es decir, tenéis una voluntad de que las cosas a vuestro alrededor ocupen un lugar bajo la luz de la armonía y lo conseguís solo a medias, entenderéis de qué estoy hablando,

Como os iba diciendo, en ocasiones me encuentro en medio de esos arrebatos por el orden de los que soy víctima, con un objeto entre las manos que no sé cómo ubicar, puede ser una figura de jade o una tira de cobre de la que ya no recuerdo su uso e incluso un calcetín desparejado que aguarda un encuentro con su gemelo que nunca se producirá. Enigma del que aún no se han ocupado suficientemente los sociólogos.

Esta suerte de objetos suelen terminar en algún cajón de concentración aguardando ese otro arrebato que me da de tirar las cosas a la basura. En ese tiempo la orfandad de esos enseres se ha prolongado a pesar de que he vuelto a tenerlos entre las manos para ver si una iluminación me decía cuál es su lugar de residencia, aclaro que sin éxito. Y así es como en mi casa se acumulan trastos sin ninguna función, que lejos de ser invisibles, hacen lo posible por recordarme que hay cosas que no sé dónde colocar, que tal vez nadie sepa, que no hay estantería en el universo que pueda acogerlos y donde queden bien.

No sé si os vais barruntando por donde voy con este pequeño drama doméstico, aunque tal vez me suceda que aún no sé cómo hacer mi entrada en el salón de vuestra lectura para hablar de la muerte. Por supuesto que hablo de oídas, es más, este es el único tema que afecta a todos los seres humanos del que todos hablan de oídas porque nadie ha vuelto de esa experiencia para contarnos de qué va. Todos hablamos desde la barrera, de la muerte de los demás, es una película de la que hemos leído las críticas y el argumento pero que nadie ha visionado en el cine. Una película que, por cierto, de tener entrada (y la tenemos), cederíamos gustosos a cualquiera que quisiese acercarse en nuestro lugar. Un acontecimiento al que queremos llegar con retraso o con el deseo de que el mayor atasco de tráfico del mundo nos haga imposible presentarnos allí donde no queremos que se nos espere.

La muerte, tal vez sea mejor decir, el hecho de extinguirnos, de dejar de ser nosotros, es ese objeto que no sabemos colocar en la estantería de nuestras vidas. Es posible que haya quien diga que lo tiene claro, que lo tiene asumido, que lo lleva fenomenal, que dios le ha firmado un seguro de post-existencia, pero también cuando paso por la pastelería de al lado de casa tengo la sensación de que puedo zamparme 40 bollos. Bien, tal vez haya quien sea capaz de comérselos. Como voy a enredarme y hay gente para todo (y gente para nada, pardiez), pongamos que escribo para la mayoría, para los que son como yo, para aquellos a quienes nos tiemblan las piernas cuando pensamos en eso del morir, que no es solo cosa nuestra, de que nos llamen a filas para engrosar la legión de los habitantes de ultramar, sino también de los que nos rodean, de aquellos a los que amamos, sin los cuales no nos podemos imaginar el curso de nuestra existencia, aquellos sin los cuales nosotros no nos reconocemos como tales.

A la muerte no nos gusta ni nombrarla, si pudiésemos, le arrebataríamos definitivamente el lenguaje, condenaríamos su verbo al más lejano de los exilios y casi que lo tenemos conseguido. Nos referimos a ella como a ese homicida del que no queremos prolongar su fama haciendo sonar su nombre. Así que hablamos como del tipo aquel, el individuo que hizo aquello o el mal nacido, sino algo peor. A la muerte, por poco le tenemos doblado el brazo en eso de referirnos a ella sin mentarla, es un modo de matarla en nuestros labios, una modalidad del “que se joda” con la elegancia de silenciar su nombre. Así que solemos decir que alguien “se ha marchado” describiendo un acto que necesita de la voluntad de quien lo ejerce para ser realizado, como si uno pudiese decir, me marcho o me quedo en lugar de verse agarrado del pescuezo de su existencia para ser arrojado a la nada. También funciona eso del “ya no está con nosotros” como si ese alguien hubiese cambiado de peña taurina o tomase el café en otro bar. Y casi que me da la risa floja con la expresión inglesa que dice “pass away” que literalmente significa “pasar allá”, como si uno fuese a comprar cigarrillos al otro lado de la frontera. Casi que deberíamos adoptar, por eso de echarle un poco de humor al asunto, la expresión de “se fue a comprar jamón” que para el caso la imagen es más provechosa y se entiende bien. No voy a prolongar esta retahíla de eufemismos.

El patito que se fue al cielo

Veréis, es que yo tenía un patito cuando era pequeño, de esos que se iban cagando por el pasillo haciendo las delicias de mi madre que descubrió palabras que no sabía ni que existían para referirse a la bonita costumbre de mi pequeño amigo.

Cuando yo volvía del cole y antes de abrir la puerta ya le escuchaba acercarse con sus cua cuas y la verdad es que me llenaba de felicidad el animalito. Es algo que les pasa a los niños con los animales, luego de adultos brindamos mientras nos los comemos, pero no voy a ir por aquí. Lo que quería contaros es que un día el patito ya no estaba tras la puerta esperándome a que llegase de clase para acompañarme mientras hacía los deberes. Según me contaron mis padres, el patito se había ido a comprar jamón, pero podía estar tranquilo porque ahora estaba en el cielo de los patitos donde era feliz y volaba sobre las marismas. Casi que me alegré por mi amigo al que ahora me imaginaba surcando los cielos más radiantes y azules, feliz para siempre.

Después de que le hayamos arrebatado su nombre a la muerte, lo siguiente a lo que somos más aficionados es a la venta de condominios y lugares de vacaciones para cuando vayamos a comprar cigarrillos más allá de la frontera. Nos encanta diseñar todo tipo de lugares maravillosos en donde iremos algún día cuando nos hayamos marchado. El paraíso, el edén, el elíseo, hay numerosas ofertas en este catálogo.

A lo que van todos estos seductores lugares del post-turismo es a que tengamos la tranquilidad de que nosotros seguiremos siendo eso, nosotros, que de alguna manera tendremos continuidad, porque la idea de lo contrario nos produce a la mayoría (no a los zampabollos) angustia, desolación, miedo y una incapacidad de entender ese proceso por el cual ya no nos podremos pensar, querer, llorar, en definitiva, por primera vez en nuestra vida dejaremos de estar vivos.

Hay algo sorprendente en este hecho, y es que desde el origen mismo de la vida, estaba en su naturaleza el hecho de su propio final. La evolución nos ha dotado de los medios para adaptarnos a todo tipo de sucesos naturales salvo este de desaparecer a pesar de que no hay nada más natural en esto de la historia de la vida. Aún no hemos aprendido esto de que morirse es lo más normal del mundo y lo vivimos no solo como una tragedia, sino como la mayor que puede acontecernos y a quienes nos rodean. Y como los seres humanos dependemos para nuestro normal desarrollo emocional no solo de nuestro presente y de las vivencias de nuestro pasado, sino de la esperanza y proyección que nos da el entendernos y sabernos parte de un futuro, sabemos (eso si, de oídas) que en algún callejón de ese futurible se encuentra agazapada quien ha de llevarnos al otro lado. Y esto me lleva al comienzo de estas líneas donde no sabía colocar no sé qué objeto de jade que se resistía al orden y a la armonía.

Porque con esto de la muerte sucede que no sabemos dónde ponerla. Una vez que le hemos quitado el nombre y nos hemos contado que no vamos a desaparecer porque estaremos en el Marina D‘or del otro lado, lo siguiente que hacemos es meter todo este asunto en un cajón recóndito del garaje más apartado del jardín. Desplazamos los cementerios de nuestras ciudades, al menos no los ubicamos en la plaza del pueblo o en la Puerta del Sol, los muertos se marchan por la puerta de atrás del tanatorio, los incineramos o los enterramos y muy de vez en cuando los visitamos, no sea que se enfaden y sean ellos quienes decidan visitarnos a nosotros. Por último, si disponemos de sus restos o cenizas, los dispersamos para que la posibilidad de formar un todo sea ya una quimera.

Te echo de menos pero no vuelvas, que ya si eso iré yo.

A los muertos les recordamos, hablamos de ellos, honramos su memoria, les echamos de menos, usamos sus fotos sobre nuestros muebles y en algunas culturas se les lleva bebida y comida en pequeños altares que están en el corazón del hogar. Si les hemos querido, ese sentimiento sigue más vivo que nunca en nosotros a pesar de que no hay donde depositarlo, el destinatario de nuestro cariño está ausente de modo indefinido. Y sin embargo…nos aterra que puedan volver. Una posibilidad que ha dado nacimiento al género del terror en todas sus modalidades culturales.

Hagan la prueba, imaginen el género del terror sin el cadáver que vuelve de la tumba. Verán que la cosa se queda en un programa infantil. Si a la literatura de terror le quitamos las escenas donde se aparece un muerto, es como imaginarse Ikea sin muebles, aunque queden lámparas y sartenes. Seguramente porque la muerte es el origen de todos los miedos, y aderezarla con todo tipo de argumentos nos fascina, porque, al fin y al cabo, aunque el muerto retorne envuelto en un halo de descomposición, ¿acaso no es una buena noticia tener una prueba de que después de esto de la vida todavía queda algo de nosotros? Si es que nunca estamos contentos.

Hay algo interesante en nuestra naturaleza en el hecho contradictorio de echar de menos a nuestros fallecidos y sin embargo que nos produzca terror su regreso.

El género de terror se alimenta de esta posibilidad, de la sospecha de que alguien puede retornar de su propia muerte y presentarse ante nosotros, y como somos una amalgama de contradicciones no nos los imaginamos comiendo un helado o bailando claqué, en el caso de que vuelvan del paraíso. No, por lo general se nos hiela la sangre al imaginar a nuestros muertos caminando hacia nosotros como zombies mientras el signo de la podredumbre, el hedor, la tierra y los gusanos adornan su presencia. ¿No habíamos quedado en que estaban en un lugar mejor? Si, también hay historias que cuentan lo contrario y nos muestran a nuestros fallecidos como ángeles, pero uno nunca está del todo seguro. ¿A ese que se me presenta en la historia con un par de alas detrás, no se le iluminarán de repente los ojos de rojo y le saldrán cuernos? ¿No querrá seducirme con su angelical simpatía para que al darle la mano me arrastre al inframundo? Es que uno no termina de fiarse de los muertos, vete a saber con qué compañías andan ahora o qué andan haciendo, que lo mismo mí Manolo después de reventar y pasar al otro lado me viene como cambiado.

El lado más loco

Si habéis conseguido leer hasta aquí, es posible que aún tengáis valor para continuar a través de lo que os voy a contar porque va a sonar un poco extraño. Va sobre la relación que tenemos con el cuerpo de los demás, con ese lado de los otros que algún día se convertirá en otra cosa a través de un proceso tan desagradable que nos vemos en la necesidad de enterrarlo para no tener que verlo o en otros casos quemarlo para ahorrarnos la cercanía del proceso. La cuestión es esconder de nuestra vista la metamorfosis que la naturaleza ha preparado para nosotros con esa receta en la que nos caemos a pedazos malolientes y gusanolientos.

Pero este acontecimiento deja sus trazas en la vida cotidiana mucho antes de que caigamos arrojados a la inevitable disolución. Hay una anticipación que se filtra en nuestro modo de vivir y relacionarnos, unas señales que nos indican que a través de ese tapón que le hemos puesto a la botella de la muerte, algo se escapa y parte de su fluido nos gotea en la cotidianeidad.

Vivimos anhelando y necesitando del contacto con los demás, ya sean abrazos, besos, sencillamente darse la mano o recostarse junto a alguien. Van de la trivialidad de un encuentro en que nos damos la mano hasta una de las manifestaciones que pueden crear más intimidad como es el sexo, ya sea con amor o si él, pasando por la amplia gama de colores afectivos o desafectivos que quedan en el medio.

Salvo los psicópatas, todos andamos necesitados de conectarnos físicamente al mundo personal y emocional de los demás. Esa misma necesidad se convierte en algo repulsivo o al menos rechazable cuando una parte del otro queda desprendida y aislada fuera de su cuerpo. Ya se trate del cabello que hemos acariciado y que ahora encontramos suelto en la mesa del comedor, o una uña que se ha desprendido y ha quedado sobre la mesilla de noche cuando momentos antes acariciábamos la mano que la portaba. Por no mencionar los besos profundos en los que literalmente comemos una parte del otro, pero basta un salivazo fuera del lugar natural de la boca para que su hallazgo nos cause repulsión.

Hay una aversión atávica a todo aquello que queda desprendido y apartado de nuestro cuerpo, de algún modo sospechamos que esos fragmentos han comenzado ya el viaje que algún día haremos no a plazos, sino de golpe. Esas partes que son arrojadas a su descomposición nos profetizan y marcan el camino que nos espera. Es comprensible que a los niños, que andan ausentes de esta estructura psicológica y se agachan para aventurarse en el conocimiento de las cosas, se les enseñe ya desde entonces que esos objetos que tienen delante son caca. Y con esa palabra expresamos todo un universo de objetos condenables que debemos apartar. Y esto nos lleva a la reflexión sobre las heces, palabras que nunca imaginé que podrían ir juntas en la misma frase, pero ya les advertí que esta era una parte algo loca.

Hay algo excepcional en el tratamiento que le damos a esa parte que todos llevamos dentro a lo largo de la vida y que una vez que la depositamos por necesidad en un lugar aparte y nos desprendemos de ella es una de las cosas que más repugnancia nos produce. Abrazamos y nos enamoramos de personas que portan literalmente en sus entrañas un saco de mierda y viceversa. Si, finalmente hemos llegado a esta palabra que también utilizamos para arrojarla sobre aquellos a los que queremos ofender. Mandar a alguien a la mierda no deja de ser un modo de mandarle a morirse si lo vemos de este modo. No hay nada que evidencie de un modo más claro nuestra muerte que la descomposición que vamos elaborando en nuestro cuerpo con aquellos elementos que estaban vivos y que hemos ingerido como alimento, proporcionándoles la receta que tiene a su vez reservada la muerte para nosotros en el futuro. No me extraña que, con todos estos inevitables conocimientos, andemos un poco desquiciados inventando paraísos.

Algo que parece no sucederles a los animales que con un sentido más práctico le dan diversos usos a sus excrementos y no parece importarles habitar cerca de ellos, claro que también ignoran que los seres humanos brindamos sobre ellos antes de comerlos.

Al fin, el amigo Ilich

León Tolstoi

En la literatura encontramos una representación trágica del proceso de muerte en el protagonista de “La muerte de Iván Ilich”. Una novela lúcida e introspectiva en la que Tolstoi nos cuenta a través del personaje que recorre esta obra el proceso al que se ve enfrentado, que es el del morir, del morirse entre otros que de momento parece que no van a hacerlo a corto plazo. Vaya, lo normal, uno que se muere mientras los demás piensan que eso no les va a pasar a ellos, y si les sucede, ese acontecimiento está en un lugar tan apartado del horizonte de sus vidas, que como en un truco matemático de descuento, podemos decir y hacernos a la idea de que no va a suceder. ¿Cómo pensar en las Navidades de dentro de 6 años si aún no hemos resuelto las que tenemos a la vuelta de la esquina? En la práctica podemos establecer con toda tranquilidad que esas Navidades nunca llegarán y vivir conforme a esa idea. Porque no nos engañemos, salvo veredicto médico, todos pensamos que nuestra muerte está más allá del calendario manejable a medio plazo.

Así que al Sr. Ilich lo que le sucede es que se va a morir solo, que es en realidad como se muere la gente. Ya os advierto que si no habéis leído esta novela, algo del argumento voy a dejar caer sobre estas líneas.

Iván Ilich es un personaje que lleva una vida ejemplar o al menos lo que solemos entender así bajo un punto de vista convencional. Ha tenido una vida común, algo anodina y poco creativa aunque eso no le ha impedido escalar hasta un puesto relevante en la sociedad en el mundo de la judicatura adquiriendo cierto poder y notoriedad en ese ámbito.

Su familia es el reflejo de cualquier familia acomodada de la época. No hay demasiada comunicación personal entre sus miembros pero conviven amalgamados en un mundo de usos sociales y hábitos burgueses en los que las reuniones, las fiestas, las salidas a la ópera o al teatro se suceden en un calendario social que es el mismo que siguen el resto de los personajes con los que se relacionan. Todo parece tranquilo y rutinario en la vida de estos protagonistas que se han instalado en un ciclo tan natural como el del día y la noche en que desarrollan sus vidas. Y no habría nada extraordinario que Tolstoi quisiera contarnos de no ser porque un acontecimiento de lo más natural aunque excepcional para quien lo vive, irrumpe en este paisaje emocional. Y es la enfermedad en la que se enmascara la próxima muerte de Ivan Ilich.

Lo extraordinario de la novela es que acudimos como espectadores de una historia que ya conocemos de antemano, al proceso por el que Iván Ilich se va enfrentando a su inevitable final, un acontecimiento no solo que sucede a diario sino que estamos destinados a que cada uno de nosotros sea el principal protagonista de esa misma historia.

En la novela hay un personaje que no tiene palabras, que recorre con su presencia sin forma todo el entramado y que precisamente por su invisibilidad se hace cada vez más sólido ante nuestra mirada. Y es la inmensa soledad en la que se ve envuelto Iván Ilich ante la increíble aventura en la que se desarrollan sus últimos días. Una soledad oceánica, colosal, insoportable y una epopeya increíble porque ¿quién va a creerse realmente que se va a morir si es algo que nunca le ha llegado a suceder?

¿Cómo va a morirse si todo a su alrededor tiene el mismo aspecto de otros días? Las gentes siguen levantándose para realizar sus tareas habituales, las tahonas siguen arrojando el pan, los tenderos atienden a las mismas caras de otras veces, los teatros ofrecen novedades como siempre. Y es que tenemos la engañosa pero necesaria idea de que constituimos un universo para nosotros mismos y la bofetada de insignificancia con que nos atropella la muerte no puede ser aceptada sin sorpresa, sin rebelión, sin ofrecer resistencia y lamentos.

Una soledad que está construida con los materiales de la negación que arrojan todos cuantos rodean a Iván Ilich. Comenzando por los propios médicos que juegan con la ambigüedad del diagnóstico y que le ocultan el breve recorrido que va a tener su enfermedad hasta los familiares más cercanos, que le tratan como si estuviese cabalgando sobre un simple resfriado, de manera que nada de lo que sucede en los hábitos sociales se ve alterado a su alrededor. La negación de la muerte en la que se instalan quienes le rodean responde a la dulce comodidad de desviar la mirada hacia zonas de confort más llevaderas. Un hecho decepcionante e hiriente para Iván Ilich, que comienza a entender con un mirada nueva, tal vez con el pensamiento más lúcido de su existencia, la naturaleza de aquellos que forman parte de su familia y que se revelan como seres mediocres y ausentes de afecto real hacia él.

Pero, ¿de dónde nace este exilio social al que se somete al señor Ilich, de dónde viene esta confabulación familiar orquestada para que lo evidente de su próxima muerte quede sepultada bajo la mentira de que no va a producirse en breve?

Lo que Iván Ilich ignora y tal vez va descubriendo con resignación y asombro es que él mismo se ha transformado en ese cabello que queda encima de la mesa o en la uña que encontramos en la cercanía. Ha pasado de formar parte de un equipo de vivos soñadores a ser material desechable, es el portador de la verdad irrefutable de lo que a todos nos aguarda y es candidato a ser mencionado con las palabras tabú que queremos expulsar de nuestro léxico. Una situación que agiganta el sentimiento de desamparo con el que vive sus últimos días.

Tolstoi sitúa a su lado al personaje del criado, Guerásim, que es el único capaz de ofrecerle con su empatía algo de sinceridad y por lo mismo, respeto y compañía. Un ser al que se describe con la sencillez que es inherente a toda verdad.

Hay algo más traumático que la tragedia a la que pueda verse enfrentado un ser humano, y es la negación por parte de quienes le rodean de que ese acontecimiento ha sucedido o se está produciendo en ese mismo momento. Es una manera de invisibilizar que existimos para el otro y de privarnos de la ayuda que podamos necesitar. Echarnos una mano en determinadas situaciones debe comenzar por el hecho de que somos capaces de ver el atolladero en el que se ha metido el otro. La desafección, el abandono vienen cuando el hecho de prestar ayuda o consuelo supone reconocer en la tragedia ajena, la nuestra propia, aunque ésta quede aplazada en el tiempo, de modo que nos expulsen del paraíso de nuestra negación. Y ¿quién quiere vivir a expensas de la verdad cuando es mucho más dulce apartar la mirada hacia el supermercado de las quimeras que están a nuestro alcance?

En el proceso hacia su final, Ivan Ilich atraviesa todas las fases de ese jardín umbrío en el que vamos descubriendo lo sencilla, enorme y misteriosa que es la verdad de nuestro destino. Fases de negación, duelo, negociación, en la que nos veremos todos envueltos algún día salvo reventón fulminante y que, de manera anárquica, ordenada o subversiva, van trepando por nuestro ser hasta ocuparlo con el ejército de sus obviedades.

En mi caso deseo, cuando sea llamado a filas, recordar estas líneas que ahora escribo y que, conociéndome, tal vez las sitúe en la región del olvido donde van aquellos objetos que aún no sé donde ubicar en el salón de mi casa. Es que me tengo visto.

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