Héroes

Publicado en el libro «De ocho a diez»

La mujer suele caminar con un trac-trac de latón que le acompaña hasta la entrada en el café, su semblante recuerda el de las peras dulces y lleva una falda poblada de mariposas rojas y desvaídas. No se lleva bien con los escaparates pero le agrada ver su blusa salpicada por los reflejos de una lámpara de pequeños cristales baratos y tibios que revientan el sol sobre las paredes de la cafetería, se bañan en los vasos y cubiertos para terminar acurrucados en el hormiguero de sus pechos que son un fin del mundo.

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Relato publicado en el libro «De ocho a diez»

Hay en sus movimientos algo de amable y antiguo, un secreto lenguaje de modales y un aire religioso y de campo abierto. Le gusta pensar que alguien mece las aguas de un charco cuando pronuncia su nombre y que el tiempo transcurre a su lado sin tocarla.

La mujer tiene un museo de pétalos en la mirada, el olor agrio del abuelo que siempre ha llevado consigo, el desengaño de Luis, el primer hombre que le atravesó un martes de enero, la tiza del maestro Juan y el burro Federico que parecía estar anclado en el prado y que se perdió para siempre. También el silencio espeso del padre. Hay mucha más arcilla en la mujer, una vida poblada de milagros de lo cotidiano, pero cuando decide pensarse, siempre lo hace con estos pinceles y cree que estas cuatro cosas son las que han impreso el dibujo de su existencia.

Tal vez esa tarde lleva gafas y se muere en los meandros de una novela o un ensayo que no discutirá con nadie, sus libros le llevan a parajes que se evaporan al menor golpe de viento, a estaciones de tren nocturnas y deshabitadas,  mientras con su cucharilla da vueltas al mundo,  haciendo clin clin y llamando a la oración desde la mezquita de su taza.

Cuando no está en el café, por las tardes, prepara té en casa y espera a ver cómo las hojas se abren en abrazos y se hacen sirenas al calor del agua, hojas del té que le proponen califatos de cebolla, viajes de sillín, contratos de jabón que estallan dejándola de vuelta en la cocina y oteando los azulejos de la pared.

Algún día viajará para conocer a alguien, y mientras vuelve a evadirse por las rendijas de la realidad, de las aguas de su café surgen olas negras que se derraman por encima de los muros blanquecinos, saltando más allá  del malecón de su taza, sobre las costas de la mesa.. Y se hará fotos en alguna playa de revista con algún hombre que se parecerá a Luis y que sabrá llenarla de abrazos, de ondas, de paisajes…

La tarde sigue cayendo y un aire de tostadas y cruasanes se encarga de ir doblegando los abrigos derramados sobre las sillas. Nubes de vapor de leche escapan tras la barra y las mariposas de su falda se pierden en el andén de la  estación, en los muros eternos del trasatlántico con el que fantasea. Pero enseguida desciende a sus zapatos y recuerda que debe comprar manzanas y pasar por la farmacia, retirar del congelador el tarro de la sopa. Hasta que una avalancha de cristales llega desde la pequeña cocina y la puerta del local deja entrar un viento helado que muere sobre sus manos.

Al otro lado del mundo, en la otra mesa, Fernando se sujeta las muñecas y encoge los dedos de los pies. Está embutido en una silla que delata sus  formas apretadas, su gordura finita y atemporal.  Se muerde la superficie de la piel escondida por sus labios y mira el ventilador del techo con ojos de física cuántica.

No se atreve a detenerse en la mujer, teme que su mirada pueda volverse sólida y haga volar esa extraña ave que se posa por las tardes a este lado de la cafetería. Pasa silencioso sus ojos a unos centímetros de sus hombros, con los motores apagados, pisando sobre la nieve, con las pupilas descalzas. Más tarde escala las paredes de sus mejillas de profesora de secundaria  En sus bolsillos, un décimo de lotería, que siempre va a tocar, se enrosca sobre las llaves de casa y una pelusa se ha hecho la permanente con los restos de un chicle de la otra tarde.

Fernando va cargado con una infusión triste y fría sobre su mesa. En el cuento de su vida hay unos columpios bajo la lluvia, el Mulas que le estampaba contra los retretes en el colegio de los curas, siempre Marisa con su vestido de domingo, las olas de Monteorgaz y la muerte inmóvil de su perro Rufo. También Fernando ha tenido una vida con las estanterías habitadas de pequeños sucesos, aunque él se resume en esas pocas líneas y piensa poco en los demás párrafos.

Sabe que los libros conspiran contra su entendimiento, que  las pinturas tan solo le arrancan una sonrisa sin llevarle más lejos, aunque, hace mucho tiempo, se descubrió transpirando en un banco del parque cuando escuchaba la música de Bach escapando de la habitación de un estudiante de piano.

Fernando colecciona las tardes en que la mujer de las mariposas en la falda se sienta en el café, otorgándole el don de la invisibilidad. A veces habla con ella cuando ya se ha marchado, se pregunta cómo es el sonido de su voz, su manera de abrir los ojos un viernes, el modo de entrar en un salón o el rumor que la mantiene despierta.

Fernando se sabe carente de importancia, es un “da igual entre los hombres”, nunca se ha mencionado su nombre  con inquietud o con la mesura de la pasión, tampoco llegó a ser del todo otro para alguien y sus espaldas no han sido cartografiadas por la costumbre de los abrazos.

A esa hora la cafetería es un embarcadero de voces, de encuentros previstos y conversaciones desmigadas y fugaces, de durmientes que salen de la oficina empujados por el bucle de su rutina.

Pero también hoy es un día seco de tormentas, con hojas enloquecidas por el viento y paraguas vueltos del revés. Nadie se decide a mencionarlo pero es tarde de cambios, de amistades quebradas y velatorios y es el día además en que Fernando se quedó mirando los motivos del papel que cubre las paredes de su casa como si los viese por primera vez.

Y es ese mismo viento que penetra en el café y alza las servilletas, el que hace de Fernando un gigante ferroso para atravesar toda la cafetería . Sus manos se han liberado del lastre de los bolsillos y antes de zarpar a través de los marineros con corbata, de los camareros uniformados de 600 euros, afina la mirada y templa sus brazos caídos. En silencio rasga con la proa del pecho las dimensiones breves del aire y planea sobre los botellines de un tercio, sobre las cordilleras de rosquillas, rozando con sus piernas de coloso un puerto de sillas asombradas, navega sobre las nubes de vapor de leche y se acerca al lugar donde la sirena de mariposas desvaídas hace clin clin golpeando con la cuchara los acantilados del café.

Fernando cae como una lluvia glacial sobre la silla vacía que ahora ha dejado de ser un sendero y se vierte con una templanza de pistolero del oeste. Los botones de su camisa gritan y grita la silla también, la mujer se ha quedado inmóvil y las mariposas de su falda detienen el vuelo ante las redes de sus manos nuevas.

El día es anodino, también para Ulises que habrá girado la cabeza y, en el barrio, hace tiempo que los cronistas fueron para siempre desterrados.

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